martes, 21 de junio de 2011

ACERCAMIENTOS A JOSÉ MANUEL ARANGO

Debo a la labor abierta y generosa de María Mercedes Carranza, al frente de Casa de Poesía Silva, entre otros descubrimientos, el del poeta José Manuel Arango. En su revista, alrededor de 1995, leí por primera vez algunos poemas suyos. Me gustaron y no dudé en pedirle colaboración para el número que por entonces preparaba de Palimpsesto, modesta revista de poesía que dirijo desde 1990. Tanto en los poemas que me envió como en los que acababa de leer en la revista bogotana, encontré la misma delicada sobriedad, pero naturalmente ellos no me dieron siquiera una idea aproximada de la envergadura de su obra.
Al recibir ejemplares de Palimpsesto, Arango me envió agradecido su libro Montañas y un volumen con poemas de Emily Dickinson, En mi flor me he escondido, traducidos por él. Sin haber leído su obra anterior, vi enseguida que Montañas es un libro de madurez y confirmaba mi sospecha de que su autor tenía, desde hacía tiempo, pleno dominio de sus recursos expresivos e inteligencia sobrada para adaptarlos con eficacia a su mundo interior. Noté además una correspondencia de sensibilidades entre ambos libros, que me dio las primeras pistas sobre el camino elegido por Arango hasta llegar al suyo propio. De su versión de Dickinson, me resultó significativa la eliminación de los guiones, tan característicos en esta autora, ya que numerosas traducciones al castellano de su poesía suelen mantenerlos. La eliminación era claro síntoma de que el colombiano releía a la norteamericana con los mismos ojos que prestaba a su propia escritura, apartando de ella cualquier elemento que estorbe la fluidez verbal. Cuando más adelante leí todos sus libros reforcé esta relación entre dichas supresiones y la falta de puntuación de muchos de sus poemas.
Pero a pesar de estos hallazgos, su poesía es demasiado sutil y silenciosa para cambiar de pronto el rumbo del poeta joven y apresurado que yo era por aquellos años, recién salido de esa línea de nuestra tradición que se ceba en la rotundidad retórica y en una suerte de contumacia sentimental, donde el yo destaca por encima de todo, y entrando en una poesía conceptual, de corte aforístico, no menos sentenciosa. Sin embargo, cada vez que salía en una conversación el tema de las traducciones, no me olvidaba de las de Arango. Ahora comprendo que en el fondo éstas fueron para mí un trasunto de sus propios poemas que, con su mismo sigilo, empezaban a influir en mi necesidad –mucho más tarde desarrollada- de hacer una poesía descargada de contundencia, donde la opinión personal sobre la vida pesara menos que la presencia de la vida misma. Pero para alcanzar esta manera de decir, eché manos de los desapegos narrativos de Faulkner y Vargas Llosa y luego de la poesía de Wislawa Szymborska. Estas lecturas me dieron por fin la capacidad de intentar mi propio camino como poeta y, ya en él, encontrarme de veras con José Manuel Arango.

Su poesía me recuerda a la de Wang Wei por el sutil contraste entre el tono introspectivo, íntimo, y cierta mirada objetiva en el trato delicado, casi a pincelada, con las cosas y la naturaleza. Sin embargo, a diferencia del mundo interior del poeta chino, el del colombiano aparece más inquietante y perplejo, aunque ambos adopten parecida aceptación estoica ante la existencia.
Así, cada poema de Arango es a primera vista el mero apunte de una experiencia o la escueta descripción de un paisaje. Pero la tendencia al enunciado neutro comienza a frenarse a sí misma al permitir que los poemas se remitan unos a otros para complementar o ampliar sus significados. Poemas que, por su brevedad y extrema falta de énfasis, pudieran parecer, aislados del conjunto, simples anotaciones sin mayor alcance, leídos a la luz de los demás adquieren relieve y se erigen en hebras necesarias en la urdimbre de esta obra, al tiempo que evitan, gracias a una sutil y espaciada recurrencia de un mismo asunto, desde diversos aspectos, ser inadvertidos. “Ciudad”, por ejemplo, poema de menor aliento que “Los que tienen por oficio lavar las calles”, se beneficia de éste en una lectura panorámica:

Ciudad:
la sombra del soldado se alarga
sobre los adoquines
__________

Los que tienen por oficio lavar las calles
(madrugan, Dios les ayuda)
encuentran en las piedras, un día y otro, regueros de sangre

Y la lavan también: es su oficio
Aprisa
No sea que los primeros transeúntes la pisoteen.

A su vez, la atmósfera de violencia que estos poemas generan ahonda las capas de sentido de “Madrugada”, donde se muestra el deambular nocturno de una alegre pareja que, ajena a todo, tropieza con cuerpos tendidos en la acera. No nos aclara si son cadáveres o borrachos del carnaval. Sin embargo, sentimos que son lo primero porque ya los poemas anteriores han sembrado en nuestro ánimo semillas de inquietud e impotencia:

Y a la madrugada
abrazados tú y yo
y cantando una canción entre dientes
damos con los cuerpos tendidos junto a los muros
vemos las bocas entreabiertas en la oscuridad
son máscaras te digo
son borrachos que dejó el carnaval
y tú: no sabemos
cómo podríamos saber
de modo que pasamos a zancadas sobre ellos para no pisarlos
a la madrugada
abrazados tú y yo
y cantando una canción entre dientes

De este modo, “Madrugada” cobra una imprevista gravedad por el contraste entre el tono de canción festiva que intensifica la repetición de versos a manera de estribillo, y el insinuado fondo dramático.
Además de este influjo en cadena, la apariencia denotativa se amortigua también cuando comprobamos que las palabras, de una u otra forma, según el poema, están al servicio de algo que callan y sólo gracias a la distribución audaz del silencio que propician, ese algo se revela a través de un hecho o de una imagen. En mi lectura de “Acerca de las flores del Gualanday” trato de desentrañar cómo el silencio nos hace sitio, por decirlo así, de manera que podamos ver las cosas desde donde las ve su autor y, en consecuencia, cómo las siente al verlas:

ACERCA DE LAS FLORES DEL GUALANDAY

Pero ella hablaba de las flores del Gualanday
el árbol que en este tiempo, en esta estación, florece
Contaba cómo alfombran la calle y las aceras
y cómo son moradas y diminutas
casi fosforescentes en el anochecer
Uno pisa: un reguero blando
jabonoso de flores


Es frecuente que Arango comience poemas con conjunciones copulativas o disyuntivas e incluso con una partícula adversativa, como es el caso. El poema –dejando por ahora a un lado la insignificante palabra inicial sobre la que recae, sin embargo, su sentido último- nos presenta en principio un detalle paisajístico al que una mujer o una niña ausente, quizá muerta, solía referirse. En detrimento de ella, a la que sólo dos pretéritos imperfectos aluden, todos los versos se dedican al árbol y sus flores, además en presente de indicativo. El empleo de este tiempo, al marcar la permanencia cíclica de un suceso natural, resalta la ausencia de esta persona y, a la vez, sugiere que quien la recuerda lo hace porque está contemplando lo mismo que ella contemplaba. La delicada precisión descriptiva del poema y sus dos versos finales confirman su presencia en el espacio descrito de la calle –espacio bien trazado por la amplitud despejada de los versos anteriores-. Tanto la pausa de los dos puntos del penúltimo –que rompe la continuidad del sujeto con su objeto directo para dar relieve a la imagen de la alfombra floral y abarcarla despacio- como la del encabalgamiento de éste con el último –el único del texto- hacen palpable la sensación resbaladiza de la pisada. Sensación más aguda si cabe teniendo en cuenta que estos versos son los más cortos, y por orden descendentes, de los siete que componen el poema, y que entre ambos no hay puntuación alguna.
En lo dicho hasta aquí, no interviene la partícula “Pero”. El poema, según hemos visto, desarrolla una imagen que a quien la observa le trae el recuerdo de alguien, precisamente por haberle oído hablar de ella. Sin embargo, el hecho de que esta adversativa sea la primera palabra de toda, implica una oración precedente, no expresada, ni siquiera elaborada, aunque sí sentida como emoción profunda que busca ser advertida de algún modo. Esta especie de frase desconocida o flujo interior invierte sin anularla, la significación del poema, que ahora se erige además en réplica –que también es resignado consuelo- de una ausencia. Así, el silencio previo al poema, no sólo el que sigue a la última palabra, se carga de sentido y hace de la vuelta cíclica de la alfombra la presencia ritual de la ausente.

Ya con conciencia cabal de la importancia de esta poesía, tuve el honor de que José Manuel Arango aceptara, en Agosto de 2001, mi propuesta de preparar para la colección de libros que Palimpsesto edita, junto a cada número, una antología de su obra. El volumen, titulado La sombra de la mano en el muro y que él ordenó con puntual esmero, salió, por frecuentes e injustificados retrasos de imprenta, días después de su muerte, así que no llegó a conocerlo.
Tampoco conocí personalmente a José Manuel Arango ni siquiera mantuve con él trato amistoso. Pero en la brevedad pudorosa de las pocas cartas que me escribió con motivo de su libro, sentí el mismo tono delicado y atento de su escritura, y esta coherencia me dio la impresión de estar cerca suya. Este sentimiento de cercanía se me ha hecho más intenso desde que –gracias a un regalo impagable de Guillermo E. Baena- lo oigo leer en un disco con voz clara, casi neutra, acompasada a las palabras y sus silencios, para no condicionar el espíritu de sus poemas.

Carmona, agosto de 2002.

Incluido en La tierra de nadie del sueño. Poemas póstumos de José Manuel Arango (Ediciones DesHora, Medellín, 2002).